30/07/2008 | Actualidad > AsiaMedia
China ha gozado, y goza, de un desarrollo económico sostenido que la ha situado entre las primeras potencias del Planeta. Al tiempo, el proceso ha llevado a una apertura de su nueva economía capitalista que, por primera vez desde que Deng Xiaoping lanzara las reformas, hace treinta años, la expone a las leyes del mercado y a las contradicciones que conllevan

China ha gozado, y goza, de un desarrollo económico sostenido que la ha situado entre las primeras potencias del Planeta. Al tiempo, el proceso ha llevado a una apertura de su nueva economía capitalista que, por primera vez desde que Deng Xiaoping lanzara las reformas, hace treinta años, la expone a las leyes del mercado y a las contradicciones que conllevan.

En los últimos meses la economía china ha registrado una leve ralentización respecto a los ritmos de vértigo de los últimos años.

En el fondo, esta tendencia no es apreciable dado que el crecimiento del PIB chino se ha situado desde hace mucho tiempo en los dos dígitos.

Lejos queda el objetivo anual de expansión que el gobierno cifraba en el 7% para ser superado sistemáticamente por un dinamismo imparable.

Cuando China, con los Juegos, se consolida en la escena internacional como la gran potencia emergente que es, la economía da pruebas de responder, definitivamente, a las leyes contradictorias e implacables del mercado.

La desaceleración en Estados Unidos se cobra un precio en las exportaciones de las grandes manufacturas chinas, las que han supuesto la mayor transformación económica y social vivida por la civilización que presume de ser la más antigua.

Pero, al mismo tiempo, el desarrollo de China es una maquinaria ávida de productos importados y de energía.

No solamente el crecimiento es acelerado, porque ronda el 10%, sino porque las necesidades de esta sociedad de 1.400 millones de habitantes se van sofisticando a gran velocidad y ello entraña la importación o fabricación de productos y tecnología de mayor valor añadido.

De ahí que el superávit comercial se reduzca y, sobre todo, que el precio de las materias primas contribuya a una inflación rampante. Según voces occidentales, probablemente interesadas, la demanda china es la que empuja exclusivamente al alza el precio de las materias primas.

El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha salido a alertar a las economías emergentes de los graves riesgos que entraña una inflación cercana también a los dos dígitos, en China como en la India, el otro gigante asiático que se despereza de su historia.

La dirección china no necesita al FMI para saber el alto precio que puede tener una inflación elevada.

Es más, entre los motivos de inquietud por parte de la cúpula dirigente de Pekín, con toda seguridad, las cifras macroeconómicas no son precisamente el principal problema.

Es el descontento popular que pueda derivarse de una inflación galopante el factor que aterroriza a los máximos líderes del Partido Comunista.

Desde hace dos años, Pekín ha intentado, sin éxito, enfriar la economía controlando el crédito y subiendo progresivamente, pero sin tregua, los tipos de interés.

«República Popular Consumista»

Las filosofías orientales predican el «?no codiciar». No así los consumidores de la República Popular.

De hecho, cualquier persona observadora que se pasee por la parisina Nanjing Lu, en Shanghai, o por los distritos comerciales pequineses de Wangfujing o Xidan, se dará cuenta que el consumo es la filosofía que da cohesión social al país, y no precisamente Confucio.

Que este esquema de la momentánea felicidad consumista se rompa puede poner en graves aprietos a los dirigentes chinos, porque significará que no han sabido garantizar el bienestar para aquéllos a quienes gobiernan ?ahí sí que habrán roto un precepto confuciano–.

Un cuestionamiento de la autoridad en un país no democrático significa un grave riesgo de desestabilización social, política y, en definitiva, económica.

La «sabiduría» con la que Pekín maneja las riendas económicas permite esperar aterrizajes suaves, dado que, más allá de lo que haga Estados Unidos, el propio mercado chino tiene mucho margen para crecer.

Es positivo que la República Popular aproveche esta prolongada etapa de crecimiento acelerado para introducir leyes que la acercan a las economías desarrolladas.

La ley antimonopolio que ahora entra en vigor ha sido bautizada, por los analistas, como la ?constitución económica? de la República Popular puesto que sienta bases legales alejadas de la planificación central.

No es un punto de llegada –a la economía china le quedan todavía un largo camino de desregulación? pero sí es un punto de inflexión en un país en el que los grandes negocios que exhiben las primeras corporaciones se han basado, sistemáticamente durante dos décadas, en la posición de dominio del mercado y en su carácter público, es decir, con una vertiente política que las ha favorecido.

Confirma, además, la convicción con la que las sucesivas direcciones chinas han ido consolidando los fundamentos de una economía cada día más parecida a las de los llamados países industrializados.

Sin embargo, dicha convicción ha ido siempre acompañada de responsabilidad y cautela para evitar una desestabilización interna.

Exista una prueba anterior, aunque relativamente reciente, de la responsabilidad china en asuntos económicos: la ?responsabilidad? exhibida por Pekín en la crisis monetaria de 1997, vista en la distancia de una década, se debió a múltiples factores.

Es cierto que la dirección china se ganó el respeto de los gobiernos de Asia y Occidente al mantener su divisa inalterable a pesar de la pérdida de competitividad que suponía frente a las devaluaciones de las economías exportadoras del Sudeste Asiático.

También es cierto que, al poco tiempo, y con el yuan al mismo valor de cambio, las economías desarrolladas empezaban a acusar a su infravaloración de ser el factor que destruía, y destruye, puestos de trabajo en Occidente.

Y ese valor no se ha alterado más de muy levemente, y muy lentamente, en los últimos dos años bajo la persistente presión de Estados Unidos, que ha hecho del yuan uno de los principales caballos de batalla en sus relaciones económicas y comerciales con China.

Como en 1997, son múltiples los factores que concurren en la coyuntura actual. ¿Es la presión norteamericana la que fuerza a Pekín a permitir una apreciación más generosa del yuan frente al dólar? O ¿estamos ante una nueva hábil maniobra de las autoridades económicas chinas que ante la ralentización norteamericana, dirigen ahora sus miradas hacia el más estable mercado europeo?

Como advierten algunos analistas, con un euro fuerte respecto al dólar, China puede sentirse ?generosa? y permitir una apreciación del yuan frente a la divisa estadounidense al tiempo que se mantiene competitiva respecto al euro.

La leve fluctuación controlada del yuan supone una prueba de los desafíos a los que todavía hace frente la economía china en su camino hacia la plena liberalización.

Pero mientras mantiene esta doble capacidad de incentivar y, al tiempo, evitar graves desequilibrios, Pekín juega muy hábilmente sus cartas tanto en el plano interno como en la economía globalizada.

Las empresas chinas están saliendo al exterior para crear, lentamente, una imagen de marca disociada de los peores tópicos de la fábrica global.

Cuando el tópico corriente en Europa es todavía el de que la ropa barata se fabrica en china, su ordenador portátil marca IBM es hoy un Lenovo. Los electrodomésticos Haier rivalizan con las marcas nacionales e internacionales en cualquier gran superficie. En unos años veremos coches que nadie temerá conducir por sus déficits de seguridad.

La diplomacia china podría conocerse con el sinónimo no de política exterior sino de ?economía exterior?. Las giras reiteradas del presidente Hu Jintao y del primer ministro Wen Jiabao por América Latina y, sobre todo, África, son en realidad grandes misiones comerciales y de inversión cuyos resultados demuestran la habilidad negociadora china.

Pero más que nada, demuestran la predisposición china a invertir en infraestructuras y desarrollo a cambio del suministro de materias primas y energía para alimentar la voraz maquinaria productiva de la República Popular.

Los beneficios de esta política para el desarrollo de los países descubiertos por China en los últimos años han motivado los elogios de economistas del prestigio de Jeffrey Sachs.

También es verdad que la expansión de la influencia económica china por el mundo es ciega a violaciones de derechos humanos y aspiraciones diplomáticas, pero en ese sentido grandes potencias como Estados Unidos no pueden dar mayores lecciones, ni en África ni en América Latina.

Algo similar ocurre en materia de medioambiente, un terreno en el que Pekín obvia las criticas o exigencias de primeras potencias que no han firmado el Protocolo de Kioto.

Con todo, Pekín no le pasa inadvertido que el vértigo al que ha crecido ha causado graves daños en el ecosistema.

La gran amenaza para el éxito de las políticas económicas chinas no son las presiones de los países más industrializados, ni los desafíos políticos internos, ni el precio del crudo, ni la corrupción. Nada de eso es nuevo respecto a la historia de Occidente.

El desafío económico crucial es encontrar un modelo único que sea sostenible, algo tan inédito como las características del desarrollo chino visto en las últimas tres décadas.

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