29/09/2023 | Actualidad > AsiaView

Han Kang, La clase de griego. Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2023

Por Menene Gras Balaguer, directora de Cultura y Exposiciones de Casa Asia

Mi padre era un novelista joven y pobre, pero nuestra casa estaba llena de libros. Éramos muy pobres. Fui a cinco colegios diferentes. Mi infancia es una historia de libros. Han Kang (Gwangju, 1970) contestaba así recientemente a una pregunta de Jorge Carrión en la presentación de La clase griego, en Barcelona, como si ella misma fuera o pudiera llegar a ser cualquiera de los personajes de sus novelas. La simbiosis entre la narradora y las figuras que hace habitar en sus libros pese a ser ficticia consigue parecer real y esta es una de las claves que revelan la comunicación que logra establecer con el lector anónimo al que no deja de sorprender. Ella decía a este crítico literario de dónde venía y cómo era su familia sin dejar de sonreír y como si el hecho de haber estado rodeada siempre de libros desde la infancia hubiera contribuido al éxito de una escritora leída en casi todos los idiomas y tan premiada como ella. Cada nuevo libro es un acontecimiento esperado desde que se publicó La Vegetariana, Premio Booker en 2016. Este libro fue una revelación por lo que se narraba y cómo se narraba y el descubrimiento de su autora, la cual ha logrado suscitar un interés creciente en sus seguidores no sólo por su obra sino por la literatura contemporánea coreana en general, como previsiblemente sucederá de nuevo con la novela que se acaba de publicar, con la traducción de Sunme Yoon al castellano.

Seúl es la ciudad de la novela y de la escritora, pero antes es brevemente Buenos Aires, la ciudad de José Luis Borges, que aparece en las primeras páginas de La Clase de griego, a modo de introducción como un escritor que la autora de este libro recuerda haber leído y respeta. La mención se debe a su voluntad de referirse al escritor que perdió la vista por completo a los 55 años, sin dejar de escribir nunca hasta el final de su vida, y a su intención de reforzar estratégicamente el paralelismo entre la falta de visión del escritor y la que experimenta progresivamente su protagonista. Partiendo de la sospecha de lo que pudo llegar a significar la ceguera para Borges, Han Kang aborda el temor a la oscuridad total de su personaje, que ve disminuir progresivamente su capacidad de ver y el aislamiento que inevitablemente esta circunstancia conlleva para él. No falta la alusión a María Kodama que se casó con Borges cuando este tenía 87 años y compartió con él los últimos tres meses de su vida, antes de fallecer en Ginebra y ser enterrado en esta ciudad, que la escritora dice visitar justificando en cierto modo la mención. El recurso le sirve para introducir la importancia de la pérdida de visión que padeció y su dependencia, como la de tantas personas de nuestros entornos respectivos. Este fenómeno no deja de ser paradójico, teniendo en cuenta que el sentido de la vista es esencial y su vulnerabilidad no deja de contribuir a una experiencia trágica de la existencia. La evocación sirve a Han Kang para introducir a los protagonistas de esta novela, el profesor de griego y la alumna que asiste voluntariamente y por una razón poco común a las clases que él imparte, sin que exista ninguna relación entre ellos antes de que se conozcan con el paso del tiempo, el tiempo de la novela, el que la escritora decide en el espacio del libro y de sus vidas.

La novela arranca con la figura de otro escritor que nunca dejó de serlo pese a su discapacidad y cuyo reconocimiento está fuera de toda duda. La falta de visión es una discapacidad que no puede dejar de afectar a quien la experimenta y que impone una soledad no deseada. El relato de Han Kang no obstante nunca es lineal, sino más bien laberíntico, en la medida en que abre caminos indicando el sentido de la circulación que interrumpe continuamente con múltiples desviaciones que ella se permite para asociar cuidadosamente ideas, observaciones y acontecimientos a propósito de lo que narra en cada momento. La fragmentación del texto en unidades casi autónomas, dejando oír diferentes voces y personas verbales, ayuda a dar consistencia a una estructura narrativa que se impone al lector procurando que la lectura sea un ejercicio reflexivo que lo une afectivamente a la escritora y a sus personajes.

El lector se preguntará quizá cuánto hay de la vida de la escritora en la de aquellos personajes que crea y que debe haber conocido en algún momento de su vida, por la empatía que muestra con ellos. La construcción del profesor de filología griega y de la alumna no dejan de resultar extraños en un principio, por cuanto la enseñanza del latín y el griego, y la cultura clásica, dejaron de estar vigentes desde hace muchos años en los sistemas educativos de primaria y secundaria en casi todo el mundo. Tanto u no como otro nos sorprenden. En el caso del profesor por tratarse de alguien que pertenece a una familia coreana que emigró a Alemania, como muchas otras que marcharon a este país a Estados Unidos, y que optó por estudiar filología griega y filosofía clásica, hasta que decide regresar a Corea y dedicarse a la docencia impartiendo clases de griego, una lengua que no se habla, a grupos reducidos de estudiantes interesados. El encuentro entre el profesor y la alumna favorece un intercambio de sentimientos que los aíslan del mundo, y al tiempo permiten desvelar el infierno que tienen ante sí y en el que de algún modo ya viven. En el caso de él, la pérdida progresiva de la visión y el hecho de saber que el proceso es imparable hasta la ceguera total que se anticipa en el esfuerzo agotador que realiza para seguir viendo.   Las imágenes cada vez más borrosas que percibe del entorno, no obstante, alimenta el temor a la oscuridad total en la que se verá inmerso en cuanto deje de ver. La autora describe detenidamente el fenómeno dejando constancia de cómo al anochecer la visión es cada vez menor. En cuanto a ella, su alumna, el trauma de la pérdida que le arrebató el habla constituye la experiencia de una soledad sin palabras. No obstante, recuerda que momentáneamente veinte años antes recuperó el habla estudiando una lengua muerta. Por unos instantes y casi sin darse cuenta experimentó la ilusión de poder comunicarse. Es por este motivo que ahora asiste a las clases de griego tratando de recobrar el habla por sí misma.

Nos quedamos mirando el río es la voz de él narrando una conversación mantenida con esta alumna que no puede hablar y que escribe sus parcas respuestas en una libreta, cuando él se refiere a su miedo y frustración a dejar de ver por completo sin poder recordar el mundo tal como era o es. Nos quedamos mirando el río, bajo el sol de julio, refulgiendo como las escamas de un gigantesco pez, ante el puente viejo, hace veinte años, pero ningún detalle se ha borrado de mi memoria.  Ella no tiene voz, conserva un vago recuerdo de cuando podía hablar, pero ahora está vacía de lenguaje, y es incapaz de traducir sus emociones en palabras. Aquellas se separan de ella, como si la privación de esta facultad para articularlas debiera atormentarla hasta el final de sus días, como a él la perspectiva de su ceguera progresiva. Los pensamientos de ambos sobre ellos mismos y la vida que no pueden hacer compatible con lo que les sucede son obsesivos y se justifican en un caso por tratarse de un trauma difícil de superar y en el otro por derivar de una enfermedad degenerativa sin solución.

La repetición se extiende hasta el final del libro haciendo crecer la tensión narrativa, aunque el sujeto de la escritura parece saber muy bien de qué habla y tener un conocimiento muy claro de sus protagonistas y de la soledad que asumen forzados por las circunstancias. Han Kang nos sigue sorprendiendo con sus construcciones y la estructura narrativa, al igual que por los recursos y las herramientas que utiliza para interrumpir o romper la linealidad del discurso, cosiendo palabras, fragmentos y párrafos, sin dejar de respetar los silencios que oportunamente nos hace escuchar. Ella es la que decide los tiempos, tanto el de la propia escritura como el de lo que se narra y de cuándo se narra un suceso. Lo primero me parece que define los modos de narrar que ella adopta con gran precisión, poniendo en práctica una gran concisión en el uso del lenguaje y midiendo la longitud de cada frase y de cada fragmento, como si el texto fuera un paisaje que debe ser explorado por el lector, en condiciones, para poder ver en imágenes lo que el narrador dice.

Ella orienta al lector, pero lo deja en libertad para que se acerque a los personajes de la novela y los siga con el fin de averiguar lo que les sucede y si en algún momento logran comunicarse entre ellos, como parece hacer cada uno con el lector que los observa. El reparto de voces reúne a la autora, al profesor de griego y a la estudiante, una mujer que es descrita como no tan joven ni atractiva, que se ha quedado sin habla. La autora hace las veces de escenógrafa ordenando los turnos de palabra, que se distribuyen entre ella y el profesor según conviene, mientras que ella, la estudiante, privada del habla, es nombrada. Pero esta discapacidad es corregida, porque el trauma que la causa no la impide a su vez escribir poesía y refugiarse en las palabras isla que se articulan ensamblando metáforas del pensamiento y recuperando emociones derivadas de su relación con el mundo y la soledad de la lluvia, con sus gotas golpeando los cables de la electricidad en la calle. Las voces se entrecruzan y comparten entre sí y con el lector su relación íntima con el mundo, su pasado y algunas circunstancias de sus vidas, tratando de salir de la oscuridad en la que se encuentran sumergidos sus portadores. La indiscutible capacidad de narrar de Han Kang procede de un conocimiento interdisciplinar y de una larga y densa experiencia con el lenguaje y la escritura que no deja de sorprender, y que ella compara con la experiencia del tiempo, todos los tiempos, y el embrión original del movimiento que lo genera y que se gesta en la nada, antes de la vida y después de la muerte de todos los seres.

Compartir