Por segunda vez, una revuelta popular violenta ha derrocado el Gobierno en Kirguizstán. Con el paso de las horas el espectro de una guerra civil se disipa, pero la evolución de los acontecimientos en las principales zonas del sur, tradicional feudo del huido presidente Bakíyev y desde donde amenaza con volver, sigue incierta
Por segunda vez, una revuelta popular violenta ha derrocado el Gobierno en Kirguizstán. Con el paso de las horas el espectro de una guerra civil se disipa, pero la evolución de los acontecimientos en las principales zonas del sur, tradicional feudo del huido presidente Bakíyev y desde donde amenaza con volver, sigue incierta. De momento, informaciones de primera mano indican que la situación en Osh y Jalalabad permanece en calma, pero aún deben tomar posesión de sus cargos las nuevas autoridades provinciales nombradas por el Gobierno provisional. La respuesta de los gobernadores dimitidos y otros hombres fuertes de la zona así como la incógnita del apoyo real que tiene Bakíyev en la región podrían todavía cambiar la correlación de fuerzas en los próximos días. La situación pues permanece abierta.
El nuevo Gobierno provisional está encabezado por una conocida opositora, Roza Otunbáyeva, que como el presidente depuesto proviene también del Sur del país. Otunbáyeva, una personalidad de reconocido prestigio en su país y con buenos contactos internacionales, fue a principios de los noventa embajadora en varios países occidentales, entre ellos Estados Unidos. La nueva líder ha prometido la implementación de reformas democráticas y la convocatoria de elecciones para dentro de seis meses. Sin embargo, los últimos años de promesas de democratización reiteradamente incumplidas en Kirguizstán obligan a la cautela también ahora. En esto precisamente radica el origen de los disturbios de esta semana: el ahora ex presidente Bakíyev defraudó muy pronto las esperanzas de democratización y regeneración del país que encarnó brevemente cuando accedió al poder tras la revuelta de marzo de 2005, conocida como la ‘revolución de los tulipanes’. Y lo cierto es que los cinco años transcurridos desde entonces sólo han significado un empeoramiento de la situación política y económica del país. De las promesas de establecer un sistema parlamentario democrático se ha pasado al intento de consolidación de un régimen presidencialista autoritario, a través de ingenierías constitucionales y políticas, como el establecimiento de un Parlamento a medida del presidente, por medio de varias elecciones fraudulentas y graves restricciones a las libertades públicas.
La situación económica será sin lugar a duda una de las cuestiones prioritarias que deberá afrontar el Gobierno interino si consigue mantenerse en el poder y si aspira a tener alguna oportunidad en los comicios anunciados. No en vano, es el deterioro de las condiciones de vida, asociado en buena medida a la corrupción de Bakíyev y su camarilla, lo que ha generalizado el hartazgo y detonado la violenta respuesta de estos días. En las últimas semanas, Bakíyev trató de hacerse con el control de algunos de los escasos activos económicos estratégicos de los que dispone el país como son las centrales hidroeléctricas y térmicas por medio de privatizaciones en favor de alguno de sus familiares. Esto se sumaba a un aumento desproporcionado de las tarifas de gas y electricidad que han duplicado y cuadriplicado su precio, generando malestar e indignación entre la población. No obstante, el temor a los saqueadores y criminales que pululan estos días por las calles, junto con la desconfianza existente con respecto a la clase política, oposición incluida, impulsa a muchos ciudadanos a permanecer en sus casas y a albergar expectativas moderadas sobre las posibles mejoras.
Si bien los sucesos en Kirguizstán se explican y desarrollan en clave interna, las repercusiones geopolíticas pueden ser importantes también a nivel regional. La república kirguiza es objeto de rivalidad entre Rusia y EEUU desde hace varios años. Ambos utilizan sendas bases próximas a Bishkek. Moscú, con la connivencia de Beijing, ha dado reiteradas muestras de su deseo de que las autoridades kirguizas pongan fin a la presencia estadounidense en su territorio. De hecho, el depuesto Bakíyev accedió a proceder a su expulsión ante la oferta rusa de inversiones y créditos blandos durante su visita a Moscú en febrero de 2009. Pero, a pesar del desagrado ruso, no pudo resistirse al cheque que acabó extendiendo Estado Unidos y que triplicaba el monto del alquiler anual de las instalaciones.
El jueves 8 de abril, el primer ministro ruso Vladimir Putin contactó telefónicamente con Roza Otunbáyeva en su calidad de presidenta en funciones, lo cual puede interpretarse como un primer signo de un potencial reconocimiento. A esto se une el rápido desplazamiento del vicepresidente en funciones, Almazbek Atambáyev, a Moscú para entablar conversaciones sobre posibles ayudas económicas rusas. Todo ello, además de alimentar teorías conspirativas entre los partidarios de Bakíyev acerca de la intervención de una potencia extranjera en los acontecimientos, ha situado de nuevo en un primer lugar de la agenda el destino de la presencia estadounidense en el país, que forma parte del despliegue en Afganistán. Lo cierto es que los nuevos dirigentes kirguizos han enviado mensajes contradictorios. Por un lado, Otunbáyeva ha afirmado que el Gobierno interino no prevé ningún cambio respecto al uso de la base de Manas por parte de EEUU. Pero, por otro lado, en unas declaraciones recogidas por la agencia Reuters, Omurbek Tekeváyev, el líder opositor más activo en las protestas del último mes que desembocaron en la caída del Gobierno, ha indicado que una reducción de la duración de la presencia estadounidense es ‘altamente probable’.
Pero la onda expansiva de mayor calado que podrían gestar los acontecimientos de Kirguizstán en el contexto regional está en el hecho que se vuelve a abrir la tenue esperanza de una perspectiva de futuro democrático para el país. La fragilidad y dificultad de este horizonte -como lo demuestra la experiencia ucraniana- no disminuyen la fuerza del aviso que se manda a los dirigentes tanto de Asia central como de todo el espacio postsoviético: tarde o temprano, llega el momento en que la falta de responsabilidad ante los ciudadanos sí pasa factura.
Nicolás de Pedro, investigador CIDOB.