Hibakusha es el nombre en japonés que se refiere a los y las supervivientes de los bombardeos nucleares, y especialmente a las víctimas de la bomba nuclear que lanzaron los Estados Unidos sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945.
Fueron miles de personas inocentes que sufrieron los daños de la radiación nuclear, que les afectaron durante toda su vida. La “ley del silencio”, del desprecio, se impuso en las hibakusha en el momento en que cayó la bomba. Los dos gobiernos implicados no quisieron declarar sobre lo sucedido y aunque hombres y mujeres fueron olvidados, invisibilizados, despreciados e incluso rechazados por el resto de la sociedad, por lo que respeta a las mujeres, tuvieron que enfrentarse durante décadas a un doble rechazo, ya que eran ellas las que además de que se les impuso el silencio, tenían que sufrir el miedo a la posibilidad de quedarse embarazadas y engendrar un bebé que la sociedad hubiera concebido como “monstruo”.
Con el paso del tiempo, las japonesas han conseguido lograr grandes avances en perspectiva de género, pero es difícil analizarlos sin antes rendir homenaje a todas esas víctimas que tuvieron que soportar un dolor y un miedo tan injusto. Aunque quizá muchas no lo sabían, ahí se forjó las bases de lo que iba a ser su revolución.
Onna-daigaku y sus consecuencias para las mujeres
Para comprender la emergencia social, económica, cultural y política de la mujer en el Japón, hay que remitirse a principios del siglo XVII, dónde hubo un intento de diseñar un modelo de “mujer perfecta” basado en las normas morales del confucianismo y la tesis de la fidelidad escalonada y jerarquizada: fidelidad de la mujer al marido, fidelidad del marido al señor feudal y fidelidad del señor feudal al shogun.
El confucianismo daba por sentado la inferioridad de la mujer e identificaba el carácter femenino con el yin (lo negativo). Tenía como meta convertir a las mujeres en buenas esposas, y que sirvieran como instrumento de transmisión de la tradición cultural y familiar a sus hijos e hijas. Todas esas pautas para lograr la mujer perfecta se establecieron en 1716 en el Onna-daigaku (Manual de la mujer). Este texto establece tres caminos de obediencia: a su padre si es soltera, a su marido si es casada y a sus hijos varones si es viuda. Extendió una obediencia perpetúa hasta la muerte, y eso marcó, con un profundo complejo de inferioridad, la vida de tantísimas mujeres hasta entrado el siglo XX.
Pasos adelante para ellas
Todas estas creencias y tradiciones inculcadas por familia, religión y gobierno han motivado la tardía aparición en Japón de movimientos feministas y liberalizadores de la mujer.
La Constitución promulgada tras la restauración Meiji no garantizaba la igualdad de sexos. El Código Civil seguía considerando a las esposas incapaces de gestionar una propiedad, una herencia o la potestad sobre los hijos. Fue tras la Segunda Guerra mundial que la situación legal cambió, al menos sobre el papel, y la Constitución de 1946 reconoció la igualdad de todos los ciudadanos sin discriminación por “raza, credo, sexo, condición social o linaje”.
Deben destacar desde la Ley de Igualdad de Oportunidades (1985), la Ley de Baja Maternal (1992) y sobretodo la Ley para la Prevención de la Violencia Conyugal (2011), que supuso un gran avance porque hasta entonces se perseguían sólo los casos de violencia extrema.
La vida laboral, económica y política
Fue en la década de los 70, cuando las japonesas comenzaron a tener un protagonismo real en el desarrollo del país. Con el boom económico se produjo una entrada masiva de mujeres en el mercado laboral y con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria y la crisis económica a principios de los 90, fue cuando comenzó la “revolución”.
La crisis provocó la reestructuración de plantillas de las empresas y las japonesas dieron un paso al frente en un mundo totalmente jerarquizado y en el que las mujeres sufrían tratos degradantes y frecuentes acosos sexuales. Se despertó la capacidad emprendedora de miles de mujeres, que forzaron instituciones financieras y empezaron a darles créditos para montar sus empresas y comprar sus propias viviendas.
Además, los años de bonanza económica habían permitido a muchas jóvenes japonesas estudiar fuera o viajar por Europa y Estados Unidos, poniéndolas en contacto con otras culturas, sociedades más abiertas y diferentes pautas de actuación femeninas.
Sin embargo, por lo que respeta economía y política las desigualdades de género siguen siendo muy notables. En los primeros empleos no existe casi diferencia de sueldos, pero conforme se hacen mayores la desigualdad se agrava. Según la Organización Internacional del Trabajo, el coste de los salarios de las mujeres en Japón es alrededor de la mitad que el de los hombres.
La política también sigue siendo un campo casi exclusivamente masculino. Las primeras elecciones generales del siglo XXI redujeron incluso la presencia de mujeres en el Parlamento. De los 480 diputados electos, solo 34 eran mujeres.
Casi 70 años después, las japonesas disfrutan cada día más de su independencia social, política, laboral, económica. De estar a la sombra de los hombres, han pasado a ser impulsoras del cambio. Las generaciones mayores sienten como se esfuma la cohesión de la sociedad japonesa, y culpan a la occidentalización de sus valores tradicionales. Mientras tanto, las nuevas generaciones se interesan por el presente y reniegan de un Japón que se ha modernizado sólo de puertas afuera.