14/01/2021 | Actualidad > AsiaView
Cada siglo hay dos o tres grandes acontecimientos geopolíticos en los que se el poder se redistribuye y se decide quiénes serán las grandes potencias y quienes bajan a segunda división. En el siglo XIX esos acontecimientos fueron el Congreso de Viena, que reconfiguró el orden europeo y determinó cuáles serían las grandes potencias encargadas de mantenerlo, y la Conferencia de Berlín, por la que se repartió África y se fijaron las posiciones de partida de la carrera imperialista.

Los momentos geopolíticos definidores del siglo XX fueron la Conferencia de Versalles, que trató de crear un orden global estable tras la I Guerra Mundial, la Conferencia de Yalta y los Acuerdos de Bretton Woods, que confirmaron que la antorcha del poderío económico había pasado definitivamente de Londres a Washington.

En los 20 años que llevamos de siglo XXI, ya se perfila el primero de esos grandes acontecimientos geopolíticos que definirán este siglo: la Iniciativa de la Franja y de la Ruta (IFR), que lanzó el Presidente chino Xi Jinping en 2013.

El objetivo de la IFR es solucionar la falta de infraestructuras que representa un obstáculo para el crecimiento económico, en aras de construir un gran mercado unificado. La faceta de la IFR que más se ha destacado ha sido la conexión de China con el continente europeo por vía terrestre, en la que Asia Central juega un papel clave, y por vía marítima, a través de la construcción de grandes puertos de aguas profundas, entre los que los más destacados son Hambantota en Sri Lanka y Gwadar en Pakistán.  Xi Jinping ha defendido que la IFR puede contribuir a un desarrollo más inclusivo y equilibrado, que colme la brecha entre ricos y pobres.

La iniciativa china ha venido a responder a la necesidad perentoria que tienen los países del Sur de infraestructuras para desarrollarse. Tradicionalmente estos países recurrían a las instituciones financieras internacionales (Banco Mundial y Bancos regionales de su esfera) para conseguir los créditos necesarios para estos proyectos de infraestructuras. A menudo la concesión de los créditos iba acompañada de condiciones rigurosas que coartaban la libertad de los gobiernos para fijar sus políticas económicas. 

China, en contraposición, ofrece los créditos con menos requisitos y asumiendo riesgos-país que el Banco Mundial y los Bancos regionales no suelen asumir. Además, China no cuestiona la situación política de los prestatarios a la hora de determinar si les otorga un crédito. Otra ventaja adicional de China es que tiene unos fondos para invertir con los que otros rivales no pueden más que soñar. Un pequeño ejemplo: entre 2005 y 2017 los bancos chinos invirtieron más del doble de lo que invirtió el Banco Mundial en proyectos energéticos. La competencia de China ha hecho que el Banco Mundial empiece a reducir algunas de sus demandas habituales a sus prestatarios, como la de que liberalicen sus mercados o aumenten su transparencia.

Hasta ahí lo bueno de trabajar con China, pero la ayuda china también tiene sus problemas. El primero es que a menudo China traslada a sus propios ingenieros y operarios para la ejecución del proyecto, con lo que hay menos transmisión de know-how y menos dinero queda en el país. También es habitual que buena parte de los materiales (cemento, hormigón…) proceda de China. De hecho una de las motivaciones de la IFR es que las empresas chinas de infraestructuras encuentren proyectos en el exterior, dado que el mercado interior chino ya está saturado, y ayudarlas a internacionalizarse. Una tercera cuestión es lo que se ha denominado la trampa de la deuda, esto es, cuando los Estados se endeudan para construir proyectos faraónicos que luego no son rentables económicamente.

El ejemplo paradigmático de esto es lo que ocurrió con el puerto srilankés de Hambantota. El puerto de Hambantota fue un proyecto personal del presidente srilankés Mahinda Rajapaksa. Los estudios de factibilidad habían indicado que no sería rentable. Sri Lanka ya contaba con el puerto de Colombo, que se bastaba para hacerse cargo del tráfico marítimo del país y que, si hacía falta, podía ser expandido. Sri Lanka se dirigió a la India, que rechazó involucrarse. Finalmente fue el Exim Bank de China quien aceptó conceder los créditos necesarios para la construcción, pero a condición de que la compañía constructora fuese China Harbor Engineering Company. Para 2016, seis años después de la entrada en funcionamiento del puerto, el beneficio operativo del puerto era 1.8 millones, cifra que no daba ni para empezar a devolver la deuda contraída con China. Finalmente Sri Lanka terminó arrendando el 70% del puerto a 99 años a China Merchants Port Holding Company Limited por 1.120 millones de dólares, una cantidad inferior en todo caso a la deuda incurrida por Sri Lanka para construir el puerto.

Proyectos en los que la corrupción juega un papel. Construcción de elefantes blancos económicamente inviables y que el país en todo caso no necesitaba. Acumulación de deudas para el país donde se construyó la infraestructura. Todo esto no suena muy bien, pero la misma descripción podría hacerse de proyectos que en su día financiaron el BM, bancos regionales y bancos occidentales.

Más allá de los problemas apuntados, la IFR podría verse como el embrión de un nuevo orden mundial en el que, por primera vez en al menos doscientos años, Occidente sólo jugaría un papel de comparsa. El IFR formaría parte de una estrategia a largo plazo de China de crear unas estructuras de gobernanza globales, que ella lideraría. En los 90, los decisores norteamericanos aún esperaban que cuando China se hubiera desarrollado lo suficiente, se integraría en un sistema internacional liderado por EEUU. Lo que no se esperaban es que China alcanzaría un grado de poder tal que se plantearía si realmente tenía necesidad de integrarse en el sistema internacional promovido por EEUU como un socio de segunda o si no sería más práctico crear un sistema internacional de gobernanza paralelo.

Un elemento clave en esta ambición es el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras. El BAII quiere combinar los rasgos de los bancos privados con los de los bancos de desarrollo multilaterales. El capital suscrito del BAII asciende a 100.000 millones $, dos terceras partes del capital del Banco Asiático de Desarrollo y dos quintas partes del capital del Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo, que pertenece al grupo del Banco Mundial. Sin embargo, con la quinta parte del capital desembolsado (aproximadamente 20.000 millones $) supera a ambos Bancos en este capítulo. En la actualidad cuenta con 103 miembros, más o menos la mitad de los miembros de NNUU. Lo que resulta notable es que haya conseguido esa membresía a pesar del boicot de EEUU, que intentó que sus aliados no se adhiriesen al Banco. Sólo lo consiguió con Japón. Australia y el Reino Unido fueron de los primeros en apuntarse, poniendo de manifiesto la vis atractiva internacional que tiene China.

El BAII sería el hardware de la IFR. El software serían los intangibles: la ideología detrás del proyecto y el poder blando. La ideología sustentadora de la IFR sería el denominado Consenso de Beijing, que emergió en los primeros años del siglo XXI como una alternativa al Consenso de Washington, que había regido el mundo de los bancos multilaterales y sus proyectos desde mediados de los años 80. Los principios del Consenso de Beijing son: 1) Los acuerdos se realizan sobre la base de los intereses de la parte, sin condicionamientos de carácter político o de otro tipo (medioambientales, derechos laborales…); 2) Una retórica que enfatiza la cooperación en términos de igualdad, respeto mutuo y no ingerencia en los asuntos internos de la otra parte; 3) Un desarrollo centrado en las infraestructuras como elemento dinamizador de la economía de los países; 4) Las cuestiones sociales, políticas y de Derechos Humanos quedan en muy segundo término; 5) Agilidad y expedición en la ejecución; 6) Rechazar recetas uniformes aplicadas indiscriminadamente a todos los países.

En lo que se refiere al poder blando, uno de los comentarios más extendidos en el mundo de los analistas es que China no sabe desarrollar su poder blando y en este campo está a años luz de EEUU. Puede que China no tenga un Hollywood, pero sus líderes son muy conscientes de la importancia del poder blando y están tratando de desarrollarlo. El punto de partida es asumir, a diferencia de Occidente, que para las sociedades con las que trata la estabilidad económica, la erradicación de la pobreza y la prosperidad son más importantes que las libertades y derechos civiles y la democracia, y construir su narrativa en torno a ello. De hecho China predica con su propio ejemplo, siendo la erradicación de la pobreza absoluta (el 23 de noviembre de 2020 China proclamó que ya no había ningún chino por debajo del umbral de la pobreza absoluta- 1 dólar al día de ingresos) el logro del que más alardea para fundamentar la superioridad de su modelo.

Más allá de la narrativa, China ha emprendido otras acciones más tangibles, que redundarán en beneficio de su poder blando: el establecimiento de la China Central Television (CCTV) con programas de noticias en seis idiomas, la apertura de los Institutos Confucio para difundir el idioma y la cultura chinas y de los que ya hay 530 en todo el mundo, el creciente número de estudiantes universitarios extranjeros que cursan sus estudios en China (en 2017 fueron 317.000, procedentes en su mayoría de países del Sur). 

Una muestra del poder transformador en lo geopolítico de la IFR es que ya le han surgido competidores, aunque ninguno tiene ni el carácter omnicomprensivo de la iniciativa china, ni tiene las mismas disponibilidades financieras.

De estas iniciativas rivales, merece la pena citar por su originalidad, la Blue Dot Network que EEUU, Japón y Australia lanzaron en 2019. La BDN busca promover proyectos de infraestructura de calidad, que sean abiertos e inclusivos, transparentes, viables económicamente, sostenibles financiera, medioambiental y socialmente y que respeten los estándares y las leyes internacionales. Es una iniciativa que quiere aunar a gobiernos, sector privado y sociedad civil. Los proyectos de infraestructura que siguiesen los principios de BDN recibirían un sello de calidad. No pudiendo rivalizar con China en disponibilidades financieras, los países promotores del BDN buscan rivalizar en los talones de Aquiles de muchos proyectos de la IFR: falta de sostenibilidad financiera, falta de sostenibilidad medioambiental y estándares de calidad subóptimos.

La UE, por su parte, en 2018 presentó su propia estrategia para la conectividad euroasiática, que más que rivalizar con la IFR lo que busca es promover un concepto de conectividad que vaya más allá de la mera construcción de infraestructuras. Puntos clave en la aproximación europea son la sostenibilidad económica y medioambiental, estándares elevados de transparencia y buen gobierno y que tenga a la gente en el centro de sus acciones. Desde el punto de vista europeo la conectividad es omnicomprensiva, incluye las rutas de transporte terrestres, marítimas y aéreas, las redes digitales, las redes de transmisión energética; ha de ser una  conectividad basada en leyes, regulaciones y estándares internacionales. La conectividad debe también procurar un terreno de juego equilibrado y justo para todos los jugadores.

La IFR ha puesto de manifiesto que había una gran carencia en infraestructuras en Eurafrasia y que solventar esta carencia podía tener un efecto dinamizador extraordinario en las economías de los Estados concernidos. También se ha revelado como un útil muy valioso para el ascenso geopolítico de China. La aparición de fórmulas alternativas puede verse en términos de rivalidad geoestratégica, pero también en términos cooperativos, aportando iniciativas como BDN y la Estrategia para la Conectividad Euroasiática de la UE elementos que no estaban suficientemente desarrollados en la IFR. Queda por ver si la nueva Administración Biden optará por enfoque más cooperativo con China o si mantendrá la situación de conflicto que inauguró la Administración Trump.

Emilio de Miguel, embajador de España en Tailandia

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