Por extraño que pueda parecer, la escritora coreana Han Kang (Gwangju, 27 de noviembre de 1970) ha conseguido imponerse entre aquellos lectores que aún dedican tiempo a descubrir nuevas literaturas y tienen curiosidad por conocer narrativas que sólo nos pueden acercar traductores como Sunme Yoon, que se ha ocupado hasta ahora de trasladar su obra del coreano al castellano y quien nos ha acercado a la escritora, demostrando un extraordinario conocimiento de ambas lenguas.
Han Kang empezó a publicar en la revista coreana Literatura y Sociedad en 1993, antes de escribir la primera antología de relatos, “El amor en Yeosu” en 1995. Su trayectoria no se inicia con “La vegetariana” en 2007, libro por el que en nuestro país se descubre a esta escritora que cuenta con numerosos seguidores y que inesperadamente se dio a conocer a raíz de su lectura, a partir de su publicación en castellano y catalán diez años más tarde. Ella ya había escrito otras dos novelas, “El venado negro” (1998) y “Tus frías manos” (2002), otra recopilación de relatos, “El fruto de mi mujer” (2000), y un ensayo, “Sobre el amor y su entorno” (2003).
El libro se publicó en 2007 y desde entonces ha sido traducido en varios idiomas, aunque en un principio no recibió el elogio de la crítica en su país, hasta que la escritora recibió el Man Booker International Prize de ficción en 2016 por “La vegetariana” (Chaesikjuuija). Este premio se creó en 2005 y tiene una periodicidad bianual. En España, Rata publicó la primera edición en marzo de 2017, pero hay que decir que esta pequeña editorial contrató su publicación en castellano y catalán con anterioridad a la concesión del premio, y desde entonces lleva ya siete ediciones –la última es de julio de 2019. Pese a ser un libro minoritario, se ha convertido en un bestseller internacional y su autora es la primera coreana que ha conseguido el premio mencionado. El pretexto para iniciar el relato es para la escritora la figura de una mujer que adopta la decisión de no volver a comer carne, un hecho relativamente anecdótico y que no deja de ser muy común actualmente, pero que en la novela desencadena el conflicto hasta acabar con su vida. Primero en su matrimonio, se extiende a continuación al ámbito familiar enfrentándose con el marido, y después con su padre y su cuñado.
“La Vegetariana” reúne tres relatos en uno solo, que la protagonista, Yeonghhye, atraviesa desde el principio hasta el desenlace, como si se tratara de tres fases o períodos consecutivos en los que se desarrolla el drama de una vida que aquella escoge sin admitir injerencias ni recomendaciones. Estos relatos son «La vegetariana», «La mancha mongólica» y «Los árboles en llamas». En el primero, el marido es quien narra los antecedentes y su narración sólo se interrumpe con algunos sueños de ella en primera persona, pero como si contara lo que pasa en su interior, para ella misma y para nadie más, consciente de su aislamiento –“ya no puedo dormir ni cinco minutos seguidos. Apenas me abandona la conciencia, sueño. No ni siquiera se puede decir que sean sueños. Son escenas breves que me asaltan de forma intermitente. Ojos feroces de bestias, formas sangrientas, cráneos abiertos y de nuevo ojos de fieras. Son ojos que parecen nacidos de mis entrañas”. En el segundo es el marido de su hermana mayor, artista, con el que acaba manteniendo una relación sexual dudosamente consentida, y el que descubre la mancha mongólica en la parte superior de la nalga izquierda; y el tercero es el que narra su hermana cuatro años mayor, que vive del recuerdo, visita a Yeonghhye en el sanatorio psiquiátrico, llevándole la comida que le gusta, aunque ella la rechace y dejando que le cuente sus sueños.
La clave del desenlace está en esta tercera parte, cuando la protagonista se niega no sólo a comer carne y pescado sino también vegetales. Ya no quiere comer, para no atacar tampoco al reino vegetal; ella acaba creyendo que ya no es tan malo morir si así puede convertirse en árbol, como los que hay en los extensos bosques de su país. La metamorfosis del ser humano en un ser vegetal es lo único que la redime de la violencia de una sociedad que no puede comprender su respuesta a una vida matrimonial insatisfecha, a una vida cotidiana precaria, que rechaza sin que nada ni nadie pueda disuadirla.
La hermana mayor está tumbada en el sofá de su casa, y mientras espera que su hijo Jiwu se despierte oye la voz de Yeonghhye diciendo: “Me puse cabeza abajo y entonces me empezaron a nacer hojas en el cuerpo y también me salieron raíces de las manos… Las raíces se fueron metiendo bajo la tierra… más y más… Y como estaba a punto de nacerme una flor en el pubis, abrí las piernas… las abrí bien…”. Era una voz afable al principio, que acaba deshaciéndose en “sonidos animales ininteligibles”. Es un sueño despierto premonitorio de lo que pasa tiempo después en una de las últimas visitas al centro donde al llegar le dicen que ella lleva treinta minutos cabeza abajo y tiene el rostro completamente rojo. Feliz, cuando su hermana Inhye le muestra los alimentos que le ha traído, Yeonghhye le dice que ya no necesita comer. Acaba de comprobar que los árboles se sostienen al revés con las manos en el suelo y le señala la ventana, para que vea que todos los árboles están cabeza abajo. Aquí repite excitada lo que ella tumbada en el sofá le había oído con anterioridad entre sueños con las mismas palabras, agregando que ya no necesita comida sino empaparse de agua. “Muy pronto dejaré de hablar y de pensar”, ya verás, le dice en la siguiente visita cuando ya lleva tres meses de ayuno. El deterioro es cada vez mayor y de nada sirve intentar alimentarla entubándola, porque ha decidido morir pensando que así podrá ser como esos árboles que ella mira envidiando su suerte.
“Blanco” es un libro muy diferente, aunque la autora mantiene su estilo inconfundible y esta poética que construye con un lenguaje sencillo y casi coloquial, pero que no deja de asombrar al lector. Ella, que escribe con un pie en el tiempo vivido y con el otro en el vacío, recurre de nuevo a la división en tres partes o capítulos y o libros nombrándolas respectivamente “YO”, “ELLA” Y “TODO LO BLANCO” y nos abre la puerta a un conjunto de estancias que se suceden a modo de fragmentos o relatos breves que recuerdan el formato de un poemario en prosa, donde la narración transcurre horizontalmente. YO que es el nombre que designa a la escritora anuncia antes de empezar que va a adentrarse en el tiempo aún no vivido, ese tiempo “que cae a gotas” o como “hojas de afeitar”, y que identifica con el libro que aún está por escribir. Cree que es demasiado temeraria por intentarlo, pero no sabe hacer otra cosa y no le queda otro remedio que ponerse a escribir. El silencio es demasiado blanco como la nieve cayendo con forma de pequeñas nubes de plumas dispersas en el aire sobre un abrigo negro, o el mar de invierno y el arroz blanco, “¿qué quería decir que era blanca como un pastel de arroz con forma de media luna?”, la niebla y los fantasmas, la bruma blanca como la leche, la sal y el azúcar, todo lo blanco, y ella que anda por el centro de la ciudad entre los transeúntes pensando que es una isla andante y que su cuerpo es una cárcel.
Ella, que siendo ese Yo, siempre ha creído que vino a ocupar con su nacimiento el lugar de la hermana mayor que murió apenas pasadas unas horas tras el parto que la madre, que entonces tenía veintitrés años, tuvo sin asistencia debiendo cortar intuitivamente el cordón umbilical. “No te mueras”, repetía, “no te mueras”, pero el recién nacido cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. “Yo crecí en el seno de esa historia” y esa historia no la abandona en todo el libro, retomándola de nuevo en el desenlace para cerrar el círculo. La opresiva tristeza de la madre que sigue recordando a la hija que murió en sus brazos reaparece al final del libro para coser todos los fragmentos que componen el relato. No pudo hacer nada para evitarlo, porque vivían en un sitio apartado de cualquier centro urbano y no había tiempo para que una ambulancia la llevara al hospital, pero no deja de pensar en esa hija que ahora podría tener la edad que ella tenía cuando esto ocurrió. Hubo un tiempo, cuando era pequeña, dice la narradora, que me hubiera gustado tener una hermana mayor, una hermana “un palmo más alto que yo”, que la dejara su ropa y sus zapatos, que la protegiera o que la riñera y abrazara. Así que para terminar el libro tiene que preguntar a su padre qué hizo con la recién nacida, aunque hayan pasado más de veinte años desde entonces, y éste le contesta que la enterró en el monte envuelta en una tela blanca, él solo, sin que nadie le acompañara.
La escritora nos va guiando por este laberinto que es por último el libro, con tantas entradas y tan pocas salidas, asaltándonos con sorpresas, porque cada fragmento revela un encuentro con un paisaje donde coloca la lluvia, el mar congelado, y los pinos sobre el acantilado que bordea el mar. La visión que transmite resulta muy pictórica, pareciera que describe pintando un mundo secreto o que escribe imágenes que quisiera pintar. Como si cada palabra construyera una frase por sí sola, Han Kang nombra la nieve, la escarcha, el pañuelo, un diente, el silencio, la lluvia y una mortaja asociando todas estas cosas entre sí, porque son blancas, aunque sólo sea el color lo que las une y que su fuerza se entienda tal vez por considerarlo como el equivalente del vacío. Ahora bien, la naturaleza adquiere una dimensión primordial en el texto, como la tiene en “La Vegetariana”, y aquí muestra cómo la vida copia a la naturaleza y la naturaleza a la vida humana, del nacimiento a la muerte y de ésta a la vida, aunque oigamos de nuevo al acabar la lectura la voz que dice “no te mueras, no te mueras. Vive”. Pero, esta voz ya no es la de su madre sino la suya que se dirige a su hijo que acaba de cumplir trece años.
Menene Gras Balaguer. Directora Cultura y Exposiciones de Casa Asia