Con la derrota de los Fujiwara y el comienzo del feudalismo japonés con centro en la nueva capital kamakura, Hiraizumi volvió a su calma periférica y sus edificios, templos y pagodas entraron gradualmente en un proceso de decadencia irreversible tal que, cuando el célebre poeta Matsuo Bashô los visitó en 1689, la visión de su estado de abandono le hizo componer el famoso haiku 夏草や/兵どもが/夢の跡: Natsu kusa ya/ tsuwamono domo ga/ yume no ato (Hierbas de verano/ todo lo que queda/ de los sueños de los guerreros). Una reflexión sombría sobre la brevedad de la gloria y lo efímero de lo terrenal.
El motivo de mi viaje a Hiraizumi había sido su recién inclusión en la lista de los lugares Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO, una etapa cultural casi obligada antes de dirigirme a Kesennuma, una de las ciudades costeras de la prefectura de Miyagi más afectadas por el tsunami del 11 de marzo.
En Kesennuma, ciudad de unos 70.000 habitantes antes de tsunami y que perdió unas 1.000 vidas tras él, me ofrecí para trabajar como voluntaria junto a otras personas que a diario lo hacen provenientes de varias partes de Japón.
En el camino entre el interior y la costa lo que me impresionó fue lo poco visible que son hoy en la zona afectada las consequencias de un terremoto que en su epicentro registró el grado 9 de la escala de Richter. Muy pocos edificios derrumbados, las carreteras prácticamente intactas, una vida que en apariencia transcurre con casi normalidad, algo impensable en cualquier otro lugar del mundo, por desarrollado que sea.
El tsunami, pero, es otra historia y sus terrible rastros se perciben todavía claramente hasta 3 kilómetros del mar.
Lo que también me impresionó, por muy acostumbrada que esté a la cultura japonesa, fue el indescriptible orden y organización del trabajo que cumplen los voluntarios. Cada dia a las 9h en punto, un responsable se presenta con una serie de tareas a cumplir por los voluntarios reunidos en el ayuntamiento de la ciudad. Explica brevemente el contenido de cada trabajo y el número de personas que se necesitan para llevarlo a cabo. Por alzada de mano la gente se apunta a la tarea que más le conviene, elije por unanimidad un líder de grupo y se reparte en los coches particulares que los voluntarios mismos han puesto a disposición para llegar al lugar en el que trabajar.
Mi grupo de diez personas escoge limpiar lo que era un campo de arrroz completamente destrozado tras la oleada gigante. El campo está a cerca de un kilómetro del mar, cuyo olor muy penetrante a pez y algas putrefactas se huele a pesar de la distancia. El líder, tras una rápida ojeada al sitio y algunas palabras intercambiadas con la pareja de septuagenarios propietarios del campo, nos dice qué hacer, como si siempre hubiera sido el líder de un grupo de voluntarios que desde siempre le conocen y confían en él y sus capacidades de liderazgo. Y todos, como si en nuestras vidas sólo hubiéramos hecho que recoger calcetines y revistas empapadas, trozos de ventanas estallados, platos, cortinas, radios y tejas en lo que fue un campo de arroz, hacemos exactamente eso, recoger y separar entre residuos incinerables y residuos no incinerables, calcetines y revistas empapadas, trozos de ventanas estallados, platos, cortinas, radios y tejas que pertenecieron a unas personas que nunca conoceremos, a unas vidas que muy seguramente ya no son, durante horas, con una paciencia y profesionalidad ejemplares, interrumpidos por pausas regulares cuando nos lo indica el líder.
Entre los restos encuentro un robot de plástico recubierto de barro. Pido permiso para quedármelo, para que mis niños sigan el juego de unos niños japoneses que el tsunami interrumpió para siempre.
A la hora de comer cada uno de los miembros del grupo cuenta un poco de su background, de dónde viene, cómo ha llegado, cúanto tiempo se queda y que más ha hecho como voluntario en la ciudad. La conversación es muy relajada, como si se tratara de amigos que hace mucho tiempo que no se ven y se explican lo que han hecho durante los últimos años.
Entre ellos, una joven de Kôbe, la ciudad destrozada por el terremoto de 1995, lleva más de tres semanas acampada fuera del Ayuntamiento, de noche, y quitando escombros de campos de cultivo, durante horas, bajo la lluvia o el sol de día. Cuando la tragedia tocó su ciudad era una estudiante de secundaria. Todavía recuerda muy bien aquello y como la gente de otras prefecturas les vino a ayudar. Ahora les devuelve el favor.
También hay un hombre de Iwate, otra prefectura afectada por el terremoto, que solía veranear como surfista en Kesennuma y que pasa todos sus fines de semana de los últimos meses hechando una mano. Este verano no hará surf, el mar ha cambiado, las olas no son las mismas y además le da mucho respeto entrar en estas aguas que se han comido tantas vidas, nos dice. Nos toma una foto de grupo que colgará en el blog que ha creado para contar lo qué hace para ayudar a Kesennuma.
Pero, de todos, la que más curiosidad suscita, obviamente, soy yo, una mujer italiana residente en España, madre de tres hijos y que habla japonés…
De sus miradas y de las muchas veces que la abuela propietaria del campo me repite su sentido “arigatou”, siento sinceramente que me están agradecidos. Pero la verdad es que la más agradecida soy yo. Yo que he podido vivir la experiencia de la solidaridad, yo que he tenido la oportunidad de conocer personas únicas y he podido compartir con ellas el sabor de la esperanza.
El abuelo, al entregarle una cámara de fotos y un diploma enmarcado que nos hemos encontrado entre los escombros, se conmueve. Nos enseña una foto tomada con su teléfono móvil el 11 de marzo. “Este techo que veis es el segundo piso de esta casa”, en lo que queda del primero, unos pilares y algún trozo de pared donde estamos reunidos todos, el mar lo recubría todo.
El segundo día, a las 9h en punto mi amigo y yo nos juntamos a un grupito que trabaja en el ayuntamiento. Nuestras tareas de hoy: ordenar por género, edad y temporada la ropa que en miles de cajas ha llegado desde todo japón para que se distribuya, de una manera increïblemente ordenada, como puedo comprobar más tarde, a la gente del lugar. También tenemos que limpiar los efectos personales encontrados en las zonas devastadas.
Mi amigo, que es IT manager de la mayor entidad financiera japonesa, me cuenta que en esta región la gente no acostumbraba a tener cuentas bancarias y que la mayoría de los ahorros los guardaba en casa. Así que ahora no poseen prácticamente nada. Aún así, lo que más buscan no son joyas, dinero ni ropa. Lo que les ayuda a recuperarse psicológicamente, a recomponer el pasado para poder construir su futuro, son sus recuerdos. Y sus fotos son esos recuerdos.
Fotos iguales a las de cualquier persona en cualquier lugar del mundo, de nacimientos, cumpleaños, ceremonias religiosas, graduaciones, matrimonios, primeros hijos o primeros nietos. Iguales para quien las mire, pero únicas para quien las protagonice.
Con todo el cariño que puedo voy quitando el barro de una en una, cuidando de que el color no se destiña, colgándolas de un hilo al sol para que se sequen antes de juntarlas en un sobre de plástico transparente. Un celoso empleado que el ayuntamiento de Tokio ha enviado en ayuda las registrará, numerará y distribuirá sobre una mesa donde sus potenciales propietarios, si aún son, las reconocerán entre las muchas otras.
Con nosotros, en este grupo de cuatro, una señora mayor, vecina de Kesennuma, a la hora de la pausa nos explica cómo vivió ese 11 de marzo, como al no tener luz y tampoco televisión, no se enteró del tsunami hasta la tarde cuando el silencio aterrador les empezó a hacer sospechar que algo más que el terremoto había ocurrido. Y entonces fue descubriendo como amigos o conocidos suyos que vivían en casas de un solo piso se los había llevado el mar, mientras que los que por suerte vivían en edificios de más de dos plantas se habían salvado…
Y no puedo evitar volver a pensar en el haiku de Basho, de como toda nuestra vida es efímera, no sólo la gloria de los grandes héroes.
Más efímera aún lo es en nuestra época de informacion de “usar y tirar”. En nuestra sociedad de “fast news”, para la que lo real sólo es lo visoble en los medios, la noticia por espantosa que sea deja de ser notícia en pocas horas de su acontecimiento. Pero esta gente, sus vidas rotas, su fuerza por seguir adelante, aunque las cámaras de las teles del mundo hace ya tres meses que se hayan marchado, esa gente y sus valores para mi siguen siendo muy reales.
Es a todos ellos a quienes dedico estas notas, para que el Japón 11M no sea otra Hiraizumi.
Renata Piazza
Es licenciada en Lengua y Literatura japonesa por la Universidad Ca’ Foscari de Venecia (Italia) y MSC en Politicas de Asia por la SOAS, Universidad de Londres (Reino Unido). Ha vivido en japón y trabajado por empresas japonesas. Desde 2002 trabaja en Casa Asia (www.casaasia.es) donde ha sido responsable de las relaciones con la Japan Foundation y de la organización de la mayoría de actividades culturales relacionadas con Japón hasta el año 2007. Actualmente es Coordinadora de proyectos en el Departamento de Programas Económicos y Cooperación de la misma institución.