La China contemporánea es un paraíso de funambulistas. La reconversión industrial, el retorno al espíritu de los planes quinquenales (encubiertos), la edificación de la China del futuro sobre los cimientos intactos de la del pasado, aún pendientes de desmantelación, ha poblado el paisaje de equilibristas, de rémoras andantes, de hombres y mujeres rezagados que buscan un pedazo de tierra firme donde posar el pie en un tiempo en el que la tierra tiembla ante el proceso de súbito derribo de las viejas estructuras para insertar el país en la autovía inconclusa (tales son las urgencias) del futuro
ARTÍCULO COMPLETO DEL VOLUMEN Nº 23 DE LA REVISTA CINEASIA
“El último viaje del juez Feng”
La China contemporánea es un paraíso de funambulistas. La reconversión industrial, el retorno al espíritu de los planes quinquenales (encubiertos), la edificación de la China del futuro sobre los cimientos intactos de la del pasado, aún pendientes de desmantelación, ha poblado el paisaje de equilibristas, de rémoras andantes, de hombres y mujeres rezagados que buscan un pedazo de tierra firme donde posar el pie en un tiempo en el que la tierra tiembla ante el proceso de súbito derribo de las viejas estructuras para insertar el país en la autovía inconclusa (tales son las urgencias) del futuro. El epicentro del terremoto, no obstante, se ubica en las grandes urbes, en los efectos colaterales de la onda expansiva a corto plazo, que golpea al proletariado y plantea retos inhumanos de supervivencia a la clase obrera en un modo tanto o más intenso que el que los ajustes socioculturales que la revolución maoísta impuso en relación al sujeto mismo de dicha revolución: el campesinado.
Que la excelencia del cine chino post generacional, el del desencanto, cuyo impacto, dentro de la enseña de la heterogeneidad por principio en tanto que motor de una sensibilidad más o menos común está pendiente de ser calibrado, se mida desde la perspectiva de ese paisajismo urbano pre-apocalíptico, en el que la crónica campestre parece funcionar como lastre de una estética vieja, es un hecho incontestable. La crítica internacional (no tanto los festivales) y la cinefilia moderna han abrazado este nuevo modelo de fotorealismo, el que representan cineastas del calibre de Jia Zhangke o Wang Bing -testigo del urbanismo desestructurado de la China postindustrial- como núcleo del renacimiento de una cinematografía amodorrada a finales de la década precedente. Cierto que películas como Plattform, Naturaleza Muerta o West of Tracks imponen los moldes de una nueva relación del cine con la historia, entendida como fenómeno simultáneo. Es el cine, sociológicamente hablando, de la reconversión, el de la China reestructurada y, consecuentemente, el de las víctimas del huracán y su implacable destrucción. Pero si bien es cierto que el eje paisajístico de la China comunista ha viajado del medio rural a la urbe, no es menos cierto que la China profunda sigue existiendo. Y existe también en el cine, en un cine que por tender puentes temáticos con aquel de la Quinta Generación, situándose por ello un tanto al margen del discurso cinematográfico imperante, padece el menosprecio obtuso de los adictos a la posmodernidad. En ese baúl, el de las crónicas rurales de la China ultraindustrial, se ubica el debut de Liu Jie en el ámbito de la realización, después de un par de fructíferas colaboraciones con Wang Xiaoshuai (en The Days y La Bicicleta de Pekín concretamente) en calidad de director de fotografía. Liu no esconde (en un tiempo en el que muchos cineastas jóvenes reniegan de la rebelión ética y estética orquestada por aquella promoción mágica de la Academia de Cine de Pekín que cambió el curso de la historia del cine asiático hace dos décadas) admiración por el legado de la Quinta Generación. Se hizo cineasta después de un extático visionado de Tierra Amarilla de Chen Kaige, y su película cobra forma y color a la sombra del ruralismo primitivo y entusiasta del primer Zhang Yimou (y del segundo, porque todo el realismo-denuncia alrededor de las contradicciones del espectro administrativo del sistema beben directamente de las directrices marcadas por Qiu Ju, una Mujer China), del Chen Kaige de Tierra amarilla y El Rey de los Niños, o incluso de Tian Zhuangzhuang y su El Ladrón de Caballos.
Merecedora del Premio Horizontes en el Festival de Venecia, El Último Viaje del Juez Feng, filmada con la complicidad de actores no profesionales, es una mirada nostálgica y herida hacia una China con los días contados, la de las minorías étnicas, aquélla en la que por no pasar, ni pasó el progreso. En el Cantón de Ninglang, en la provincia sureña de Yunnan, tres hombres surcan a caballo caminos imposibles en un viaje por el presente que tiene mucho de viaje al pasado. Es la última gira rural del juez Feng (Li Baotian, un habitual en el cine del citado Zhang Yimou) en compañía de su inseparable secretaria Tia Yang (con la que le une algo más que una implacable complicidad), a las puertas de la jubilación, y de un impetuoso y joven estudiante llamado a sucederle. Los tres llevan la justicia hasta los confines más remotos de China montando improvisados tribunales ambulantes y dirimiendo las diferencias atávicas, y anacrónicas, de los lugareños. Liu explora en este escenario los límites de una justicia unidireccional, incapaz de integrar en un solo sistema las demandas y singularidades de las pequeñas comunidades rurales, en las que las leyes se quedan obsoletas ante el peso específico de la tradición y la vigencia de la economía natural. Una mirada no exenta de sentido del humor a las incongruencias patológicas del sistema y a la insoportable tensión progreso-tradición que, en ese sentido, encaja perfectamente dentro de las coordenadas del discurso imperante en el contexto del ¿nuevo? cine chino. Filmada en condiciones de extrema dificultad determinadas por la abrupta geografía de la región, rara avis, como rara avis fue por el cariz eminentemente nostálgico de su planteamiento, La Boda de Tuya, la propuesta de Liu se esmera en participar en la definición no gregaria del naturalismo rural contemporáneo, que no fotografía, como fotografiaban las películas de la Quinta Generación, la paradoja de un sistema ingrato incapaz de atender las necesidades del verdadero motor del cambio, el campesinado, sino la amarga resignación del olvido, el abandono y marginación irreversible de una China, la del campo y las minorías, incómoda hoy ante la vorágine frenética de un progreso orquestado a obscena e inhumana velocidad.
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